La historia “freak” de la música es freak, pero no historia.

Joaquín Barañao, un ingeniero reconvertido en asesor político y luego en divulgador, es aficionado a coleccionar hechos chocantes, anécdotas divertidas, episodios risibles. Practica esa irreverencia iconoclasta que no sólo busca tumbar a alguien de su pedestal: mejor si la caída provoca, además, la carcajada ajena.
El 1 de septiembre de 2003 puso en marcha datosfreak, un sitio de Internet donde archiva y clasifica miles de esos chascarrillos. Que nadie se moleste en intentar acceder: la página es de despliegue tan lento que resulta extraño que reciba, según sus propios administradores, 30.000 visitas cada mes. Aún así, no parece un mal complemento para esos videos de TikTok donde los autores de monerías se juegan la crisma.
A finales de 2014, Barañao ya había recopilado episodios suficientes como para presentarlos en un libro que tituló Historia universal freak, una relación de hechos históricos presentados “de manera atractiva y con una pizca de humor”. La fórmula debió resultar muy exitosa, porque tras esa primera experiencia, Barañao ha puesto en circulación al menos otros diez volúmenes. El que aquí interesa, Historia Freak de la Música apareció en 2016 y ha alcanzado en 2019 su tercera edición (Santiago, Editorial Planeta Chilena, ISBN 9789563603033). Se subtitula “un relato sobre la música, desde la prehistoria hasta hoy, a través de 500 curiosidades”.
Pensé que alguien relacionado con la música recibiría bien este libro como regalo de cumpleaños. Creo que elegí mal el regalo o, mejor, creo que no elegí el regalo adecuado.

La Historia “freak” de la Música es freak.


El adjetivo inglés “freak” se aplica a acontecimientos u objetos marcadamente inusuales o muy irregulares. También, como en la película clásica de Tod Browning, freak se refiere a los organismos deformes, aquellos que suscitan la curiosidad.
De manera inteligente, Barañao combina ambas acepciones en su libro, donde ensarta caricaturas con expresiones de admiración hacia personajes relevantes que han acompañado la evolución de las culturas musicales de Occidente, aderezadas con anacronismos chispeantes, comentarios picantes, relatos jocosos y apostillas ocurrentes sobre las épocas de la historia de nuestra cultura musical y las anécdotas que la han jalonado.
Los primeros siete capítulos, casi la mitad del libro, son obra de un iconoclasta que se recrea en los aspectos escatológicos, los episodios amatorios o los rasgos menos decorosos de compositores barrocos, clásicos y románticos. Barañao saca partido de personajes y anécdotas sobradamente conocidas recurriendo al anacronismo, demasiado previsible como para resultar divertido. De forma un tanto abrupta, esa primera parte se interrumpe en 1930, como si el arsenal de datos jocosos se hubiera agotado o como si la nómina de compositores e intérpretes que siguen no hubiera originado algún episodio grotesco.
Los capítulos 8 al 14 del libro arrancan con los géneros originados en las culturas musicales del sur estadounidense— blues, jazz, soul, gospell— para luego desgranar los estilos derivados de ellas. En esta segunda parte, el foco recorre las trapisondas de grupos musicales conocidos, tratados con la idolatría que sus seguidores les han dirigido durante el último siglo o casi. Este devocionario, también humorístico, contrasta con la actitud iconoclasta de la primera parte del libro. Y es también curioso contrastar la extensión del capítulo dedicado en la primera parte a Beethoven (6 páginas mal contadas) con el de los Beatles y otros grupos británicos (19).
Pero estos desequilibrios son del todo justificables. Algunos, naturalmente, proceden de los referentes culturales del autor; en segundo lugar, se ha de tener en cuenta que la provisión de anécdotas chispeantes es limitada. Las omisiones y oportunidades perdidas, por otra parte, son obligadas; aunque olvidar a Ottaviano Petrucci al tratar el papel de la imprenta en la transmisión de la música es clamorosa, imperdonable.
Finalmente, Barañao debería de haber prestado mucha más atención a la música para cine y para televisión. De alguna manera, es la “zona franca” donde se entrelazan la espontaneidad y expresividad de los géneros y estilos más populares con las técnicas exquisitas de la composición sinfónica o camerística. Que los nombres de Zimmer, Williams, Morricone y compañía aparezcan mencionados en el apartado del modernismo parece una idea de lo más estrambótica. ¿ A qué vienen los comentarios sobre los disfraces en El Mago de Oz ? ¿ Tres o más ediciones de la obra no han sido margen para corregir estas cosas ?

La audiencia del libro no tanto.

En todo caso, los libros tienen un objetivo, una audiencia. Esta historia de Barañao no está dirigida al músico, ya sea estudiante, profesional o diletante. Para esos ya se publicaron los magníficos tomos de la Historia de la Música Occidental. El tono y la hechura del libro “freak” parecen aproximarlo más a esa subcultura adolescente que celebra con sonrisa bobalicona los pobres contenidos de un puñado de redes sociales. Desde ese punto de vista, el libro de Joaquín Barañao alcanza una relevancia especial.
Miles y miles de estudiantes en los alrededores de la adolescencia han de comulgar con textos que no difieren mucho de un manual de historia. Uno se inicia con el tema “Antigüedad y Medievo: ¿ continuidad o ruptura?” y propone una lectura sobre Hildegard von Bingen y una práctica donde se mezclan Eduardo Aute y Adam de la Halle. Quiero conocer al quinceañero seguidor de la monja (luego abadesa, después canonizada) autora de los Cánticos del Extasis. Y luego saber qué fuma. Otros arrancan con el origen divino de la música en la Grecia clásica, presentan excelentes cuadros cronológicos sobre la edad media y exquisitos detalles sobre la notación del canto gregoriano.

Y el libro algún valor tiene.

Es dudoso que los chavales inmersos en la educación primaria y los jóvenes– más atentos a los contenidos de Instagram que a los presentados en esquemas y en pizarras– se interesen por este tipo de acercamiento. Alguien debería informales de que tanto los himnos de los festivales dionisíacos del siglo 7 antes de nuestra era como la música de los festivales veraniegos actuales no sólo se dirigen a los oídos. Aunque quizá ya lo hayan comprobado ellos mismos.
Y es aquí donde los chascarrillos, los episodios chuscos, los detalles escatológicos, las anécdotas jocosas que Joaquín Barañao ofrece en su recorrido por la evolución de la música pueden suponer un magnífico enganche para los chavales, predispuestos como están a la risa fácil y al derrumbe de iconos con la peluca empolvada. No así a grupos actuales que consideran intocables.
Bienvenidos sean entonces los libros como el de Barañao y su toque freak si ayudan a que generaciones de quinceañeros averigüen por qué la música es inevitable. Si además influyen en que otros textos rebajen su tono académico, ¡ chapeau !.
Ni se me ocurre reivindicar a la monja Hildegard por el hecho de que la perspectiva de género en música pretenda abanderarla. Hay una distancia cósmica entre vociferar y dejarse llevar por la pureza de su música (braquets incluidos). Barañao, por cierto, sigue perdiendo la oportunidad de mencionar su relación con Richardis von Stade.

Música “ambient” de los inicios del siglo XII (doce)